Mi abuelo lleva una década en diálisis. Tres veces por semana, una
ambulancia va a buscarle a su casa, en un pueblo aislado donde antaño
deambularon personas, o personajes, ahora leyendas. Justiniano -ese
es su nombre- no puede fallar a la cita. ¿Las seis de la mañana, en
pleno enero,
con la carretera comarcal llena de placas de hielo? No hay opción,
Justiniano bien lo sabe.
Hace
unas semanas su mundo se puso patas arriba. El chico que venía a
recogerle con la ambulancia apareció con guantes, mascarilla y un
traje que Justiniano
no veía desde 1969. También él tuvo que protegerse, y al llegar al
hospital comprendió el motivo. Las enfermeras -sus amigas- parecían
nerviosas; sus caras denotaban cansancio y no bromeaban con tanta
facilidad. Insistían en el lavado de manos, en la limpieza de la
sala y, como siempre, estaban pendientes de mi abuelo y del resto de
enfermos, haciéndoles las horas de diálisis más llevaderas.
Estas
semanas, Justiniano ha ido a diálisis mucho más triste. A
la confusión de saber que el hospital al que tenía que acudir
estaba en pie de guerra se unió el desgarro por
la pérdida de Juliana, su
compañera de vida, semanas
atrás. Fue justo antes
del estallido de esta maldita pandemia. Nosotros hemos tenido la
inmensa fortuna de haber podido despedirnos de ella. Estuvo
acompañada hasta el final. Mi abuela fue valiente, mantuvo la
entereza y nos ayudó a aceptar la
ley de la vida. Mi abuelo
la echa mucho de menos, pero también es muy valiente. Nos mira a los
ojos -ahora, a través de la pantalla de un móvil- y con ellos nos
dice que sí, que sigue luchando. Que sigue yendo tres veces por
semana al hospital para vivir,
como le pidió Juliana. Sigue luchando por todos los que se han ido.
Sigue luchando por los médicos y enfermeras que le cuidan desde hace
tanto tiempo. Sigue luchando porque -precisamente-
la vida a veces duele.
Mi
abuelo, por mucho que le apoyemos, a veces se siente solo. La
ausencia de Juliana es tangible, punzante. Su sabiduría, su tesón,
su amor familiar sigue flotando entre nosotros. Su generación sufrió
lo indecible, pero supieron apretar los dientes, mantenerse enteros,
unidos, sabiendo discernir lo esencial
de lo superfluo. Piedra a
piedra levantaron un país, alimentaron una generación, disfrutaron
de sus nietos. Nos enseñaron los secretos del campo, la cocina y la
casa. Ahora nos miran asustados, confundidos. Muchos, por desgracia,
se marchan solos, pero nos siguen cuidando desde arriba, desde las
sonrisas de los que aquí siguen y nos dicen: resistencia,
resiliencia, adelante.
Los
que ahora somos jóvenes, pronto seremos viejos. Miremos, pues, esos
rostros arrugados, esos cuerpos pastosos, esos ojos universales.
Escuchemos, aunque sea desde la distancia, y entendamos lo que nos
dicen. Sigamos con ellos, sigamos diciendo que pronto les abrazaremos
y sintamos, al hacerlo,
que abrazamos también a todos los que se fueron, pues somos ellos. Todos somos
ellos.
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