martes, 5 de mayo de 2020

Justiniano y Juliana

Mi abuelo lleva una década en diálisis. Tres veces por semana, una ambulancia va a buscarle a su casa, en un pueblo aislado donde antaño deambularon personas, o personajes, ahora leyendas. Justiniano -ese es su nombre- no puede fallar a la cita. ¿Las seis de la mañana, en pleno enero, con la carretera comarcal llena de placas de hielo? No hay opción, Justiniano bien lo sabe.
Hace unas semanas su mundo se puso patas arriba. El chico que venía a recogerle con la ambulancia apareció con guantes, mascarilla y un traje que Justiniano no veía desde 1969. También él tuvo que protegerse, y al llegar al hospital comprendió el motivo. Las enfermeras -sus amigas- parecían nerviosas; sus caras denotaban cansancio y no bromeaban con tanta facilidad. Insistían en el lavado de manos, en la limpieza de la sala y, como siempre, estaban pendientes de mi abuelo y del resto de enfermos, haciéndoles las horas de diálisis más llevaderas
 
Estas semanas, Justiniano ha ido a diálisis mucho más triste. A la confusión de saber que el hospital al que tenía que acudir estaba en pie de guerra se unió el desgarro por la pérdida de Juliana, su compañera de vida, semanas atrás. Fue justo antes del estallido de esta maldita pandemia. Nosotros hemos tenido la inmensa fortuna de haber podido despedirnos de ella. Estuvo acompañada hasta el final. Mi abuela fue valiente, mantuvo la entereza y nos ayudó a aceptar la ley de la vida. Mi abuelo la echa mucho de menos, pero también es muy valiente. Nos mira a los ojos -ahora, a través de la pantalla de un móvil- y con ellos nos dice que sí, que sigue luchando. Que sigue yendo tres veces por semana al hospital para vivir, como le pidió Juliana. Sigue luchando por todos los que se han ido. Sigue luchando por los médicos y enfermeras que le cuidan desde hace tanto tiempo. Sigue luchando porque -precisamente- la vida a veces duele. 
 
Mi abuelo, por mucho que le apoyemos, a veces se siente solo. La ausencia de Juliana es tangible, punzante. Su sabiduría, su tesón, su amor familiar sigue flotando entre nosotros. Su generación sufrió lo indecible, pero supieron apretar los dientes, mantenerse enteros, unidos, sabiendo discernir lo esencial de lo superfluo. Piedra a piedra levantaron un país, alimentaron una generación, disfrutaron de sus nietos. Nos enseñaron los secretos del campo, la cocina y la casa. Ahora nos miran asustados, confundidos. Muchos, por desgracia, se marchan solos, pero nos siguen cuidando desde arriba, desde las sonrisas de los que aquí siguen y nos dicen: resistencia, resiliencia, adelante.
Los que ahora somos jóvenes, pronto seremos viejos. Miremos, pues, esos rostros arrugados, esos cuerpos pastosos, esos ojos universales. Escuchemos, aunque sea desde la distancia, y entendamos lo que nos dicen. Sigamos con ellos, sigamos diciendo que pronto les abrazaremos y sintamos, al hacerlo, que abrazamos también a todos los que se fueron, pues somos ellos. Todos somos ellos.


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